martes, 28 de junio de 2011

UN JAZMíN YA NO ES LO MISMO


Poldy Bird lo escribió cuando perdió a Martin Renoud ,su marido 
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No podría decirte que he dejado de amarlo, porque el amor no es una elección ni una obligación, sino algo que va subiendo por el cuerpo como una planta de ramas envolventes, es un olor que de repente te hace necesitar a aquél que dejaba un huequito en la almohada, es un papel con la letra conocida que te pega como un golpe en el estómago.

Lo extraño.

Sin proponérmelo, su recuerdo me inunda.

Estoy pensando en cualquier cosa, y él ocupa mi pensamiento, se apodera de todas las imágenes, hace con ellas bollos de papel y las arroja al cesto.

Cada uno de mis sentidos lo necesita vivo.

Mi vista quiere verlo llegando por la calle, doblando la esquina con su paso se­guro, su camisa impecable, su corbata refinada, sus zapatos lustrados, tan totalmente reconocible entre toda la gente, tan él, tan esperado a las siete de la tarde. 

Mi oído quiere escuchar su voz.

No importa lo que diga. Su voz. Ese sonido que lo identificaba, que era el en­voltorio y la médula de sus palabras, las de la suavidad y las de los enojos, las de los largos discursos aburridos y las de la gracia que me arrancaba la risa.

Mi gusto quiere la tenue sal de su piel. Y toda aquella gama infinita del sabor de las comidas que le gustaban: compartir una cena con velas en la mesa, un almuerzo bajo el sol, las pequeñas magias que conseguía con una pizca de pimienta y un pollo asado con paciencia sobre las brasas: ---"Nunca vas a comer un pollo igual, porque yo le pongo un ingrediente único, le pongo amor".

¡Oh, Dios mío, él me falta en todas partes! Hasta en el hambre me hace falta, porque desde que no está no he vuelto a sentir hambre, aunque me pase días sin comer.

Nada será lo mismo ahora. 

Un jazmín ya no es lo mismo.

Que me perdonen los jazmines, pero qué caso tienen los jazmines, si los cortan mis manos, no las de él.

Tengo la casa llena de floreritos con jazmines que parecen luceros, y sin embargo no me hacen esbozar una sonrisa.

Él les ponía el alma, que les falta. 

Dirás que tengo que resignarme, que debo acostumbrarme, que tengo la obligación de la esperanza, que no soy la única persona en el mundo que ha perdido el amor, la compañía, la pareja querida. . . Dirás que no puedo darme por vencida, que debo encontrar fuerzas para no estar vacía como una casa en venta, que se descascara.

Sé que tu amistad me acompaña. 

Sé que lo deseás por mi bien. 

Te creo.

Pero no puedo.

Lo intento. Lo intento. Trato... 

Pero nada me entusiasma de verdad. 

Nada me interesa verdaderamente. 

Nada me importa del todo.

Me canso, me distraigo, me quedo con la mirada perdida, mirando sin ver. . . Y cuando me hablan, no oigo la frase 
entera...
 a veces apenas si el comienzo o el final... y respondo con monosílabos, sin saber qué estoy diciendo en realidad, a qué le digo "sí", a qué le digo "bien", a qué le digo "no".

Mi situación es difícil.

No puedo cansar a la gente llorando en su presencia, porque la gente se asusta muy rápido del dolor y la tragedia.

Se asusta de las mismas confidencias, iguales, repetidas.

Se asusta de alguien que no tiene ganas. 

Se aterroriza de verse en un espejo oscuro, como es, todavía, el espejo de mi corazón: un cuarto de negras paredes, sin eco, sin una pequeñísima lamparita.

Por eso llamo poco a mis amigos.

Y cuando los llamo o cuando me llaman, no me pongo a gritarles que lo extraño, que no puedo más, que vengan, que estoy sola y que si sigo tan sola me convertiré en una piedra del desierto, en una islita que el agua del océano hará desaparecer...

Ellos tienen sus propios problemas, y me da miedo cargarles los míos.

Los amo. Amo a mis amigos y me cuido muy bien de no entristecerlos.

Si mis amigos se me ponen tristes, no tendré ya ni un laguito de donde sacar unas gotitas del agua dulce de la alegría.

Una salpicadura cada tanto, como esos jueguitos infantiles del carnaval...

Mis amigos. . . Claro que los amo. 

Son lo único vivo que me pasa. 

Son mi elección.

Ellos también me han elegido entre muchísima gente.

Nos ha acercado Dios. 

Y así los quiero: cerca.

Los pocos que no huyeron. Los pocos que me tuvieron tomada de la mano para que no me hundiera.

Cálidas manos vivas que mantienen vigente mi contacto con la vida.

Cuánto les agradezco. Y cuánto miedo tengo de que mi verdadero rostro de pesar los aleje.

Por eso te lo digo a vos, en vez de confesarme con ellos.

Te digo que no dejé de amarlo.

Que el amor no se entierra con los muertos.

Que el amor continúa como el agua y el aire.

Que el amor no se cansa, no rinde su plaza, no depone las armas, no se resigna, no palidece, es una copa llena.

Bebo de esa copa. Pero bebo sola. No brindo.

Bailo con un recuerdo. 

Hablo con un recuerdo.

Hablo y me contesto con las palabras que él hubiera dicho para responderme. 

Tecleo mi máquina de escribir. Invento historias de amor.

Por un ratito soy protagonista de cosas bellas, pero pasan las horas y vuelvo a los interrogantes, a las dudas, a las indecisiones.

Se me sale el camino debajo de los pies. 

Se me muere el sol.

Se silencia la música. 

Se apaga la llama.

Se secan las hojitas nuevas que parecían comenzar a brotar.

No hay playa. 

No hay puerto. 

No hay barco. 

No hay mar.

Y no hay sueño que me haga dormir, ni canción que me acune, ni bebida que apague mi sed. Y no hay pan, ni azúcar, ni luna. Nada hay nada que me conforme, que me ayude, que me ampare.

Lo extraño.

A vos te digo que lo extraño.

A vos te pido que reces conmigo para que Dios se apiade y le dé un poquito de paz a mi alma.

Que reces conmigo para que los jazmines dejen de ser flores de papel blanco en los floreros de mi casa. Y uno, aunque sea uno, perfume mi corazón.

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